21.11.02

El aforo de la iglesia se hallaba completo. Tras el inevitable ajetreo en busca de asiento los fieles habían ocupado un lugar tan apropiado como azaroso, el murmullo fue apagándose lentamente hasta llegar al momento culminante en el que el silencio era total, majestuoso, momento que precedía a la ansiada presencia del cura en escena, quien grave, serio, hierático, ocupó sin demora el altar sagrado. Todas las miradas se dirigieron hacia su persona como era de prever, pero no se trataba de miradas generales, imprecisas, sino que se clavaban obsesionadas en un motivo inusual del aspecto presentado por el cura aquella mañana; cada mirada, cada proyección de la vista recogía con precisión el estrecho ámbito que encuadraba sus manos marcadas. De pronto, haciendo gala de una tremenda naturalidad, B. abrió su Biblia y comenzó a leer…

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